martes, 17 de enero de 2017

A solas

Ya no duermo apenas. Me desvela la luz de mis pensamientos. Una corbata de plomo que me ciño cada noche, que me arrastra allá dónde la verdad golpea duro, directa a la sien.

Los abismos, esos que tanto temía, dejaron de ser cárcel para ser refugio. Unos tímidos rayos de luz de Luna se abren paso a través de la densa oscuridad para iluminar mi mente. Quizás esté solo aquí abajo. Quizás esté más solo allí arriba. Al menos aquí no necesito ninguna máscara tras la que esconderme, ni tampoco enjugar las lágrimas que, atrevidas, se pasean por mis pómulos, trazando brillantes estelas, convirtiéndose en rocío al morir en mis labios.


Sólo en mi abismo, en mi pequeño y húmedo refugio, que cambiaría gustoso por unos brazos que me encarcelasen, por un suspiro que meciese mi oreja como el rumor del río acaricia las pulidas rocas. Ojalá poder dar alas a todo lo que corroe y marchita mi alma, y que con la ingravidez de un sueño se lo lleve lejos, y poder por fin cerrar los ojos, y dormir, aunque sólo sea un instante.


Me aventuro a salir de vez en cuándo, a probar el cálido aliento del Sol, y sus aterciopelados rayos. Pero la noche siempre encuentra el camino de vuelta a casa, y los susurros de la parca vuelven a llenar de oscuridad la tierra. Así que vuelvo a tientas a mi pozo, a salvo del mundo.

Todo nace y muere en el deseo. Solo, como la primera flor de la primavera, como unos labios después de esbozar un húmedo adiós. Ninguna mirada que se aferre a mí, que no se despegue hasta que el tren desaparezca entre bramidos metálicos. Nadie que me busque como las olas a la playa.

No pertenezco a ningún sitio, un extraño entre caras conocidas que apartan la vista tras un ensayado saludo. Todos somos flores al fin, decía Bukowski, pero huelo las malvas cada día más cerca. Ya no queda lugar para tanto humo en esta habitación. El aire huye despavorido a lugares más afables, con algún otro idiota algo menos muerto.

Las calles pletóricas de gente y soledad. Solo en un mar embravecido, donde los crujidos del agua hacen zozobrar mi pequeño navío. Obstinadas y violentas ondas quieren hacerme probar las gélidas aguas, pero ya he visto el abismo, y no me importa hundirme. Al menos allí el dolor no podrá alcanzarme.

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