lunes, 22 de diciembre de 2014

Reflexión primera.



Nos pasamos la vida pensando en cómo seremos mañana, deseamos fervientemente conocer el futuro, como si el presente no nos bastase, como si fuese una sala de espera tosca y fea, buscando la llave para salir y ver nuestro flamante y grandioso futuro.

No hay más que pensar en los 18 años, esa cifra que parece que nos cambiará la vida, alcohol, discotecas y todo eso, que a los 18 seremos como otra persona, una versión mejorada de nuestro yo adolescente. Y una vez vemos que no hemos cambiado tanto, pensamos en los 20, eso si que será el gran cambio, ¿no? Seguramente no.

Siempre he sido de los que se preocupa del futuro, de cómo una decisión puede hundirme hasta el abismo de mi mente y soterrarme en una pobre y vacía autocompasión. Y a veces ese miedo me quitaba las ganas de sentarme en esa sala de espera, y resignarme a que mi vida se conforma en el ahora, en el tosco y feo ahora, y no en el después.

No quiero caer, ni estrellarme, en el tópico de “Carpe diem”, ni en el de “Tempus fugit”, nada de eso, pero si aconsejar que no debemos dejar que nuestras alas y nuestras ganas de volar caigan bajo el peso de un futuro aún existente.

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