martes, 8 de noviembre de 2016

Cartas a un cualquiera: Primera

Me encuentro inquieto, sentado frente a mi cuaderno, pensando en qué debería escribir. Intentando recordar aquella noche en la que mi cama distaba mucho de ser el habitual remanso de paz, donde los problemas se echan una cabezada y me liberan de su letal abrazo durante unas horas.
Era una de esas noches en las que el silencio no me deja dormir, y los gritos de mi subconsciente alborotado me sacan de mi agradable ensueño. Una de esas noches en las que siento los nudillos de la muerte llamando a mi puerta, una y otra vez, y me pide entre guturales susurros que recuerde que todo acaba siendo suyo. Porque el tiempo siempre corre en nuestra contra, y nuestro reloj empieza la cuenta atrás desde nuestra primera bocanada de aire, nuestro primer mordisco de vida, y que con su ponzoña comienza a pudrir nuestra carne. Nacer es el primer paso para morir.

Todo está moribundo desde el instante en que lo conocemos. Las personas huelen a féretro y a oraciones colmadas de llantos; las flores que olemos ya han muerto un par de otoños, el mismo suelo que pisamos hace tiempo que dejó de albergar vida, la luz de las estrellas que adornan la bóveda ha perecido hace incontables lunas bajo el puñal de la oscuridad.

Todo es efímero, todo es perecedero. Las sonrisas se caen de las encías y el brillo de los ojos se nubla con el imperdonable paso de los años. Hasta el amor es tan efímero como el aleteo de unos párpados. Jóvenes y mayores han visto caer el amor de su pedestal, han sido testigos de cómo aquello que nos infunde vida y calor, es capaz de convertirse en el más frío y mortal de los aceros, que no conoce coraza alguna que evite su estocada. Ramos de flores, de esos que huelen a palabras cálidas y ocultan besos entre sus pétalos, han terminado siendo las coronas que decoraban las lápidas de sus amores difuntos.

El amor, la miel ansiada por los románticos, el fruto prohibido para los poetas, el más amargo de los bocados. La fogosidad del primer beso se apaga tras algún invierno, las manos se cansan de recorrer las mismas curvas, miradas hastiadas de encontrarse todas las noches, narices que ya no disfrutan inmiscuyéndose en sus cabellos, perfumes que pasan desapercibidos, las musicales risas se tornan en estridentes y molestos graznidos, poemas de amor que ahora no son más que tinta sobre un folio. No seamos ilusos, estamos muertos, y no hay ningún beso que nos vaya a despertar de esta pesadilla.

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